El hilo de la alfombra se perdió entre una infinidad de libros y lápices que me miran.
El cuaderno: callado, y la luz no hace más que enfurecer la pupila desnuda.
Bowie sube y baja, bailando con sus párpados húmedos. Los ecos disfrazan el todo en el sueño de los sentidos.
Hablo y veo las palabras que se inventan en el espacio, viajando hasta tu oídos para decirte que a mí no me gustan los fantasmas, que me da miedo no poder tocarte y que tal vez esta sea la última vez.
Las calles te reclaman, Infaltable. En la esquina hay una mujer con mirada brillosa recostada en la pared, tal vez esperando a ese otro que nunca llegó.
El vidrio se empaña de respiraciones, el pincel desborda sobre el frasco de agua y la grúa que hay enfrente se reclina flotando entre la neblina, y ninguno de ellos sabe porqué sigo acá.
Dos horas, tres minutos dieciséis segundos, ya empecé a comerme las uñas, pienso miles de motivos.
Es increíble cómo, de a poco todo va perdiendo magia, se empieza a opacar, y ya no tiene sentido.
Las melodías me quiebran hasta pulverizarme. Y no quiero. Me gusta la mitad de la cama y que enredes mi pelo con tus manos, y que de vez en cuando me des tironcitos.
Pero no entiendo. Y vuelvo a escuchar el disco otra vez, mirando hacia allá, sintiendo un remolino de sombras alcanzarme.